P. Humberto Palma Orellana


De Marchigüe a Tanumé

08.05.2014 13:41

De Marchigüe a Tanumé hay 40 kmts. En llegar allí te demoras cerca de una hora, dependiendo del tráfico hacia Pichilemu, y obviamente de la velocidad a la que corras y, en algunos tramos, de la que el camino te permita correr. Tanumé significa “ojos de Traros”, un ave rapaz que surca los cielos australes de nuestro país. Una vez al mes, siempre el tercer sábado, me interno por caminos que se abren paso entre tupidos bosques de eucaliptos y pinos, subiendo y bajando en un serpenteo constante sobre una capa de asfalto y arcilla, acompañado solamente por la inmensidad de los árboles, la pureza azul de esos cielos libres de smog, y un silencio que no termina sino hasta llegar al lugar. Allí me espera una decena de personas para celebrar la Misa. “Es lo que hay”, –me dice Rodrigo–, el profesor. “Pero no se crea, padre, pues si consideramos que la población total no sobrepasa los treinta habitantes, podríamos concluir que, porcentualmente hablando, esta es una de las comunidades con mayor número de católicos practicantes”, –agrega, dándose ánimo–.

Hasta los años setenta, Tanumé era una hacienda enorme y llena de vida. Se cuenta que Don Manuel Aspillaga Valenzuela, un acaudalado inmigrante español, habría comprado las tierras al científico y educador de origen polaco Ignacio Domeiko Ancuta. Aprovechando que el trigo era el mayor cultivo de la zona, Aspillaga convirtió su reciente adquisición en el molino que abastecería de harina a toda la zona. En torno a su cosecha, se congregaron y multiplicaron con abundancia las familias que harían del lugar una comunidad agrícola “como Dios manda”, con Iglesia, escuela, fiestas costumbristas, peones, misioneros y patrones. No obstante el aislamiento en que vivían, nunca nadie necesitó traspasar los límites del fundo, allí lo tenían todo. Los tanumenses no tenían más preocupación que ser fieles a la vida bucólica que caracterizaba a tantas comarcas y villorrios de la época. De esa manera conseguían los bienes necesarios para subsistir y perpetuarse en un engranaje social, cuyo ritmo era marcado por el movimiento del sol y los deseos del patrón.

Parte de las rutinas obligadas era la asistencia a Misa, especialmente durante las misiones organizadas por el cura párroco. En aquella época, los religiosos llegaban hasta allí a caballo, durante el verano, y en carretas tiradas por bueyes, durante el invierno. Las abundantes lluvias convertían a Tanumé en un pantanoso lodazal, aislándolo aún más a sus habitantes del resto del mundo, a excepción de dos conexiones permanentes: las enseñanzas que recibían los niños en la escuela, y la catequesis que les recordaba su pertenencia a la Iglesia católica, apostólica y romana. La fe de aquellos cristianos se cimentó al alero del ciudadano más ilustre de estas provincias, el Cardenal José María Caro. A él y a sus colaboradores se debe el apego a las procesiones y sacramentales, rayanas con la superstición, que tanto abundan y caracterizan a los habitantes de este secano costero, hasta el día de hoy. Para ellos, todo lo que ocurre es voluntad de  Dios, sean cosechas o terremotos, nacimientos o defunciones. Quizás por eso, en cada uno de los antiguos habitantes se puede oler la resignación por la ausencia de glorias pasadas, una gloria vinculada a los aires de grandeza de Aspillaga Valenzuela.

El patrón necesitaba una casa de veraneo para él y sus descendientes. Y puso sus ojos en una playa desierta y de difícil acceso, ubicada a 25 kilómetros al norte de Pichilemu. El diseño de la casa se inspira en la estética de la ópera Aída, pero manteniendo el estilo de las haciendas chilenas. La construcción es hasta ahora uno de los secretos mejor guardados de Tanumé, incluso para los numerosos turistas chilenos y extranjeros que cada año visitan Pichilemu. No es exagerado hablar de una obra faraónica. Sus diez habitaciones, finamente amobladas, mezclan las maderas nobles con el adobe y el hormigón. Desde ellas se accede a un parque de estilo itálico, en donde abundan especies nativas y exóticas, internándose por una quebrada regada gracias a un sistema de canales semejante a los acueductos romanos. Hacia la playa, un muro de piedra rodea la propiedad. Ya en su interior, al igual que en los palacios europeos la arquitectura nos invitada a dejar los salones, para flanquear la explanada y descender por una amplia escalera de piedra de cuatro metros de altura, en cuyos costados se alzan dos imponentes esfinges, obras exclusivas del francés Folia, quien viajó hasta Chile para cumplir con el particular  encargo el año 1912. Dejado el último peldaño, un espejo de aguas cristalinas abre el espacio al extenso jardín de inspiración francesa. De este modo, el “palacio de Tanumé” marca la diferencia entre lo funcional y el misticismo arquitectónico, pues poner los pies en ese jardín nos deja la sensación, en el cuerpo y en el ama, de haber recuperado el paraíso perdido.

Pero como suele ocurrir con todo paraíso, la tragedia se hace presente para reclamar su parte y reeditar el anatema. En febrero de 1990 un incendio destruyó el ícono arquitectónico de Tanumé y lugar de encuentro de conocidos personajes de época, entre los cuales se cuenta a Thomas Somercales, Enrique Swinburn, Luis Strozzi y, por supuesto, el Cura Párroco don Julio Palma. En la actualidad, las ruinas aún conservan el esplendor señorial y la gloria de una época que sucumbió junto con la casa de los Aspillaga Sotomayor. Sin embargo, la decadencia de Tanumé y sus familias había comenzado mucho antes, exactamente dos décadas atrás.

En 1970 el fundo fue expropiado, y pasó a manos de la Corporación de Reforma Agraria. Cinco años más tarde, traspasado a CONAF. El trigo fue sustituido por extensos pinares que hoy bordean el camino hacia la antigua hacienda, inundando el ambiente de su tan exquisito y particular aroma, el mismo que se respiraba en nuestras casas durante las antiguas navidades, cuando los chinos no habían inventado aún los árboles de plástico. Actualmente, la hacienda se ha convertido en el “Centro Experimental Forestal Tanumé”. Y como es natural en estos casos, las familias más jóvenes fueron emigrando del lugar en busca de mejores oportunidades laborales, pero igualmente detrás de condiciones de vida más digna para sus hijos. Algunos hasta Cóguil, y otros, los más osados, directamente a Marchigüe, Santa Cruz, San Fernando o Pichidegua. Cualquier destino sería mejor que permanecer en un pueblo condenado a convertirse en fantasma.

Cuando hoy llego a Tanumé, me encuentro con una capilla construida con madera terciada, de fuerte color rosado en el exterior, y barniz natural por dentro. La pequeña cruz que se eleva por encima de la única puerta de acceso, permite distinguirla de una mediagua básica, pues el diseño y las dimensiones la igualan a esas casas de emergencia que entregaba el Gobierno para el terremoto del 2010. En el interior, un pequeño altar de madera ocupa gran parte del espacio reservado al presbiterio. Por los rincones se multiplican coloridas imágenes de yeso de la Virgen y algunos santos. Las bancas, de madera corriente, color café oscuro y sin respaldo ni adorno alguno, acusan más años que el resto del templo.

Rodrigo es el encargado de recibirme. A sus cuarenta y ocho años, es toda una autoridad: profesor, encargado de la pequeña estación meteorológica del lugar, sacristán y catequista. Orgulloso, me cuenta las glorias pasadas de Tanumé. Hoy es el único profesor para los tres niños que aún permanecen aquí junto a sus familias. La población actual se ha reducido a unas cuantas familias, dispersas en algunos lotes de tierra. “Todos se han ido”, –me confirma Rodrigo–, sumido en una nostalgia que no admite más que resignación. “Hoy sólo quedan las leyendas, y esta gente que viene a Misa para confirmar que Tanumé efectivamente existió”, –agrega–.

Ya son las cinco de la tarde, hora de la Misa. “Aquí la temperatura es siempre grata” –me explica Rodrigo mientras revisa los instrumentos de la estación meteorológica–. El viento costero nos protege del sofocante calor de Marchigüe. Esperamos un rato más, y aprovecho el tiempo para preguntar por los antiguos evangelizadores. “De todos, el más querido y famoso era el cura Palma. Ahora, –precisa Rodrigo– está sepultado en el cementerio de Alcones. De él se dice que veló en vida al dueño de la Ferretería Catalán, de Marchigüe. Lo veló para que el diablo no se lo llevara, tenía pacto con él. Pero el cura “no se las llevó peladas”, –sentencia Rodrigo–. El día de su funeral, el cementerio estaba repleto de gente, entre fieles, amigos y otros curas. Yo no estaba allí, pero la gente comenta, –aclara–. Al momento de bendecir la sepultura, empezó a correr un viento salvaje, que tenía nerviosas a varias mujeres. Para ver mejor, un grupo de personas se subió en una pandereta de ladrillos, medio enclenque. Con el viento y el peso de la gente, el improvisado mirador se vino abajo de un viaje, con gente y todo. El ruido fue tremendo, por no decir infernal. Uno de los curas quiso hacer una broma: “Es el diablo que viene a buscar a Julio”, -gritó a los cuatro vientos–. Bastó eso para que las mujeres comenzaran a chillar y a correr espantadas hacia la salida del cementerio. Algunos curas también se pusieron nerviosos e intentaron salir rápido, dejando a Julio entregado a su suerte. Y quienes hasta entonces habían logrado controlarse, al ver que los curas arrancaban de las garras del diablo “apretaron cachete”, dejando a su paso un montón de gente tirada por el suelo, fracturados los huesos por las pisadas de quienes se empujaban y abrían paso para huir del lugar. El funeral de Julio Palma terminó con una cincuentena de enfermos en el hospital de Santa Cruz, pero también con el inicio de una leyenda que le mantiene vivo hasta el día de hoy”.

Cuando Rodrigo terminó el relato, a la capilla habían llegado unas trece o quince persona, de las cuales dos eran niños, los alumnos de Rodrigo. Mientras preparo el altar, las más devotas han comenzado a desgranar las cuentas del Rosario. Rodrigo repasa el repertorio de cantos y distribuye las lecturas de la Misa. El reloj marca las cinco y diez, comenzamos. “Vienen con alegría, Señor, cantando vienen”, –entona Rodrigo, con una voz tan entusiasta como desafinada–. A las señoras les da lo mismo, cantan con igual desafino. Me observan desde sus lugares, pero su mirada se detiene justo frente al altar, recelosa, ladina. Intento acercarme a su mundo, pero es como estar ante una fotografía en sepia. Rostros inexpresivos, distantes, mudos. Repiten las oraciones de memoria, moviendo apenas sus labios, mientras los cuerpos están pegado al piso de tablas y a las bancas. Trato de acortar distancias, pero tengo claro que no será fácil. El tiempo les congeló en esa imagen sepia, añeja, nostálgica y sin vida. Su vida está ligada al destino de Tanumé, y ahora que la hacienda ha muerto no tienen nada más con qué soñar, nada que esperar, nada por qué reír. Sólo están allí, viéndome, enjuiciando el presente.

Luego de la bendición final, se retiran rápido y en silencio, tal como vinieron. En realidad no han venido a Misa, sino a un rito funerario que se repetirá mes a mes, inalterado, hasta que el último de ellos haya desaparecido, entonces Tanumé se habrá hundido para siempre, arrasada por la modernidad. En dos minutos, los campos vuelven a estar desiertos de vida humana. De nuevo me encuentro solo con los pinos, pero esta vez su presencia me parece única y majestuosa. Después de todo, ellos son ahora los verdaderos dueños de casa. Rodrigo cierra la capilla, chequea el pluviómetro y emprende el camino de regreso a casa. Al despedirme, logro leer en su rostro la satisfacción por el servicio prestado a ese asentamiento de cristianos, pero hay algo más, algo que Rodrigo no logra disimular tras su amable estampa de profesor rural. También él, por más esfuerzos que haga, pertenece a esa fotografía en sepia que hoy es Tanumé, destinada a decolorarse hasta que no sea más que un trozo de cartulina inútil.  Pero hasta que ello no ocurra, celebraremos la Misa una vez por mes, siempre el tercer sábado de cada mes.

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