P. Humberto Palma Orellana


Del mapa la territorio de la fe

08.05.2014 13:34

Fue en una conferencia del profesor Carlos Calvo donde escuché por primera vez, y obviamente en un contexto pedagógico, la diferencia semántica entre mapa y territorio. Aunque a veces terminamos confundiendo uno y otro, el mapa no es más que una representación gráfica del territorio; y no obstante las ocasiones en que desearíamos sostener la igualdad, no podemos sino concluir que el mapa no es el territorio.  Escuchando al profesor, fue imposible no visualizar y comprender que la fe también su mapa, y habiendo mapa existe por supuesto un territorio, el territorio de la fe. Qué es lo uno y qué es lo otro, es lo que ahora intento pensar y explicarme, en un acto que también reviste su pretensión pedagógica, pues es prácticamente imposible reflexionar la fe resistiendo al deseo de contar “lo que hemos visto y oído” (1Jn 1,3).

 

Mapa y territorio

Todo mapa es una reducción a escala del territorio representado en él. Con mayor o menor precisión, existe para orientar al andante. En este sentido, el mapa es un instrumento icónico de navegación, es decir, nos invita a adentrarnos y descubrir el territorio allí expuesto y oculto en su gráfica. Los hay geográficos, políticos, turísticos, nacionales, internacionales, locales, globales, regionales, en papel y virtuales. La tecnología ha logrado en el último tiempo una combinación entre mapa y brújula, los GPS. Quienes padecemos de desorientación crónica, aplaudimos este genial invento. Los mapas son información y orientación necesaria, pero ninguno de ellos, por sofisticado que sea, sustituye el territorio, y menos aún la experiencia de transitar por él, porque transitar, como bien sabe todo viajero, es una experiencia subjetiva, propia e intransferible en la riqueza de sus detalles y contornos. El mapa nada nos dice, por ejemplo, de la experiencia temporal vivida en un viaje: infinita y tediosa como días en cárcel, o breve y placentera como el primer amor. Nada nos dice de la experiencia de incertidumbre, riesgo, vulnerabilidad o protección. Son vivencias únicas y subjetivas, que no pertenecen a la geografía del territorio, sino únicamente a quien se arriesga a penetrarla e interactuar con ella y en ella.

A diferencia del mapa, el territorio tiene riesgos cuya dimensión y profundidad se nos revelan en la medida en que avanzamos y decidimos pisar sus grietas y desniveles. El mapa orienta, pero no evita la sensación de pánico y mareo ante la posibilidad de caer, ni tampoco te resta la alegría de haber superado los escollos. El territorio tiene matices y momentos que lo hacen único e irreductible; tiene olores, sabores y colores que no están en el mapa, simplemente porque tú no estás en ese mapa.

Un buen mapa orienta bien a los viajeros. Y si hay algo que caracteriza al verdadero creyente es, precisamente, su condición de viandante. Quien cree en Dios sabe que le aguarda una marcha permanente y vital. Lo propio de la fe es la peregrinación, así como lo propio de la idolatría es la instalación. El creyente camina, y al igual que todo viajero necesita de un mapa, el mapa de la fe.

Dios no está en mapa de la fe

Ese mapa está hecho de todo aquello que a lo largo de la vida vamos aprendiendo sobre Dios y la Iglesia, sobre Jesús, el Evangelio y los Santos. El mapa de la fe es la doctrina, los mandamientos, las leyes y normas, ritos y costumbres. Todo aquello que nos orienta hacia Dios da forma, consistencia y figura al mapa de la fe, pero el mapa no es Dios, allí no está Dios. Por muy sofisticado y exacto que sea nuestro mapa, nada sustituye la experiencia de encontrarnos con Dios en el territorio de la fe.

El territorio de la fe es el mundo en toda su mundaneidad; son las personas, en su bondad y maldad; son los ancianos, con su sabiduría; los jóvenes, con sus aspiraciones y luchas; son los niños, con su inocencia. El territorio de la fe es incierto y contradictorio, a veces amable y fácil de transitar, pero en otros momentos va cuesta arriba, con cardos y espinos. El territorio de la fe es la Educación, Política y Economía; son los trabajadores, con sus demandas salariales; los empresarios, con sus fuentes laborales, pero también con sus abusos; es la lucha por la justicia y la paz; son los pobres, con su desesperanza y agonía; son los santos y pecadores; los creyentes y ateos; los bien casados y los divorciados emparejados; son los sacerdotes que han mantenido su fidelidad a Dios y a la Iglesia, pero también los hermanos cansados, infieles y acusados. El territorio de la fe es Freirina, enfrentando a Agrosuper; Aysén, con su lucha ecológica; Santiago, con su transantiago; es tu barrio y comuna; pero también Internet, Facebook y Twitter. El territorio de la fe son los mineros, con su desazón; los con y sin casa; tu familia. Por último, eres tú mismo caminando hacia la integración y plenitud personal.

Creyentes dogmáticos y creyentes peregrinos

Al igual que hay quienes prefieren contemplar la geografía en un mapa, también los hay quienes confunden y prefieren el mapa al territorio de la fe. Ya sea por miedo, ya sea por su innata inclinación a la seguridad y disciplina, el creyente dogmático volverá su rostro hacia el mapa antes que al territorio, para instalar allí –en el mapa–, el campamento que pueda ofrecerle cobijo. No así el creyente peregrino, quien preferirá siempre el territorio, sin despreciar el mapa. El creyente dogmático agotará sus fuerzas buscando el modo de forzar el territorio de la fe, para acomodarlo y amoldarlo a sus esquemas y visiones sobre Dios y la Iglesia. El creyente peregrino, en cambio, mirará el mapa, pero se internará en el territorio, porque sabe que allí está Dios, y únicamente en su recorrido vivirá la experiencia inenarrable de dar alcance y ser alcanzado por él.

La experiencia de caminar con otros

Pero hay algo más en la experiencia de caminar por el territorio de la fe, algo que un día me enseñó una mujer anciana en años y en sabiduría, de esas que parecen haber caminado siglos errando por rincones perdidos del mundo, entre los límites de la ciencia y la locura. La vi salir de unos potreros hacia el camino en que me encontraba, cargada de bultos que la obligaban a mirar el piso para no perder equilibrio, con tranco largo y decidido. Cuando pasó junto a mí, no pude evitar observar su pintoresca figura, transitando absorta por espacios que ya no existen, totalmente ajena a mí. Contestó el saludo sin levantar la cabeza, sin siquiera perder el ritmo de sus trancos. Sólo al oír mi ofrecimiento de ayuda, se detuvo, estiró su largo brazo y me alcanzó un bolso, gesto que en su momento agradecí por la confianza. Iniciamos una marcha que se prolongó por varias cuadras. Y a pesar de que éramos extraños el uno para el otro, hablamos sin barreras de ningún tipo, sin miedo ni pretensiones. La mujer me contó de sus parientes y amigos, de las antiguas familias de ese lugar, y los efectos del terremoto del 2010. En más de una ocasión le comenté que no era oriundo de allí, y sin embargo seguía hablando como si nos hubiésemos conocido de siempre. Llevaba casi tres horas caminando, cansada y aburrida, un poco molesta porque su primo no había cumplido la promesa de venir a su encuentro. Avanzamos varias cuadras más, y cuando casi llegábamos a su destino, me soltó una verdad que vendría a complementar mis reflexiones sobre el territorio de la fe. –¿Sabe, caballero?–, me dijo. –He caminado harto, y por el cansancio y la molestia con mi primo estuve a punto de devolverme, pero caminando con usted, el viaje se me ha hecho cortito y entretenido–.

Esa mujer anciana me enseñó algo tan simple como verdadero, algo que de simple y obvio no vemos, ni valoramos. Al caminar solos, el viaje puede volverse agotador y monótono, los riesgos y soledades del territorio se nos hacen más patentes y agudos. Pero cuando caminamos con otro, entonces el camino, y aunque la mochila nos pese, se nos hace mucho más llevadero. Las personas que nos rodean no son extraños, ni mucho menos enemigos. Son tus compañeros de viaje.

Dios es también peregrino

Por el territorio de la fe ha caminado Abraham y Moisés, los reyes David y Salomón, José y María, Jesús y sus apóstoles. En ocasiones caminaron solos, y entonces todo se hizo cuesta arriba. Pero otras veces caminaron en compañía de sus amigos, y entonces vieron más cerca la Tierra Prometida. El viaje no termina, jamás termina. En momentos nos detenemos para recobrar fuerzas y celebrar lo andado, en otros para enterrar a nuestros muertos y llorar su partida. Pero sabemos que mañana será el tiempo de levar anclas y desplegar las velas, de calzarnos zapatillas y cargar mochilas, de mirar el mapa para adentrarnos en el territorio. Y al igual que Ulises en su regreso a Itaca, experimentaremos el riesgo de la aventura, pero ningún peligro nos quitará la oportunidad de encontrarnos con un Dios que es también peregrino, representado y oculto en el mapa de la fe, pero revelado a quien acepta la invitación a perder la vida transitando en un territorio probablemente incierto y contradictorio, pero que se torna cálido y luminoso en la medida en que aceptes compañía y tengas la generosidad de permitir que otro ayude a cargar tus bolsos, aunque ese otro sea un extraño, tanto como una anciana a la que seguramente jamás volverás a ver.

 

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