
P. Humberto Palma Orellana
La carroza de mis sueños
29.06.2014 19:47Me vi navegando en un enorme y lujoso crucero. Viaje de placer, en compañía de muchísima gente. Todos ellos adinerados, con sobrada fama e influencias, lo suficiente para mover esa mole de la ingeniería náutica adonde quisiesen. El único patipelado era yo, claro que tenía la ventaja de ser "el dueño del sueño".
De pronto, y mientras todos compartíamos sensaciones sobre lo encantador del viaje, una mujer se nos acercó para anunciar que debíamos pasar al salón donde se serviría el desayuno. El gentío comenzó un lento y bien cuidado desplazamiento hacia el lugar indicado. Hombres y mujeres, vestidos en traje de gala, cruzaban diferentes recovecos por la nave. Subimos una amplia escala alfombrada con terciopelos, hasta que finalmente llegamos al salón. Había mesas redondas cubiertas con manteles de seda y adornos florales, dispuestas en forma octogonal, preciosas lámparas colgantes, y un ambiente “de película”.
En los sueños siempre pasa algo raro, algo que quiebra la lógica y nos deja “marcando ocupados”. Esta vez no fue la excepción. Una carroza fúnebre comenzó a ingresar lentamente por en medio del gran salón. También ella enteramente lujosa, de un negro metálico rutilante. Tras la cabina del chofer, la carrocería terminaba en una vitrina de cristal, de cuidadas líneas geométricas. El vehículo se vino a estacionar en medio de la sala, en dirección a la salida.
Al pasar delante de nuestra vista, observamos que en lugar de ataúd, la carroza transportaba una cama, cuyos delicados y nobiliarios encajes invitaban a recostarse en ella. De alguna forma, todos entendimos que ese lecho de muerte podía ser el tuyo o el mío; que un día, no obstante el lujo y el poder reinante en ese lugar, uno a uno tomaríamos el lugar en la cámara mortuoria, y el vehículo avanzaría por el salón con nosotros a cuestas.
Preocupados y molestos, los personajes más insignes comenzaron a inquietarse y a protestar por aquella inusual intervención. Les parecía una broma de muy mal gusto.
Junto a un par de personas, me acerqué a la encargada para indagar sobre el motivo de todo aquello. Ella accedió con amabilidad a explicarnos todo. En realidad era un favor no incluido en el precio del tour. La carroza y la cama vacía, estaban allí para recordarnos que pese a todo el poder de que disponíamos, sin importar la fama, las riquezas y los avances de la ciencia y la técnica, tarde o temprano habríamos de partir de este mundo encantador, con o sin nuestro consentimiento. Un pasaje que otro ya había pagado por nosotros, para un viaje cuya hora avanzaba inexorablemente.
Pero había algo más en la explicación. La encargada argumentó que esa presencia era necesaria. Si no ponemos la carroza —comentó con plena convicción—, la gente se vuelve loca, olvidan que son mortales y comienzan a hacer cosas horribles. El viaje se vuelve imposible. La carroza los controla, los calma y, aunque parezca extraño, el recuerdo de la muerte les humaniza.
Al despertar me quedé pensando en la carroza de mi sueño, incluso hasta ahora. Entendí que el mundo que hemos armado es como ese crucero, pero sin la carroza. Amamos el lujo, veneramos el poder y vibramos con el placer, sin pensar en nada más, sin que nos importe nada ni nadie más. Nos sentimos dioses, y así nos comportamos. Exigimos sacrificios que alimenten nuestros insaciables apetitos de poder. Sacrificamos personas, las condenamos a vidas miserables, explotamos la naturaleza hasta volverla estéril y venenosa, acaparamos lo que jamás consumiremos y engullimos hasta el hartazgo. Todo cuanto sea necesario para continuar ese viaje que llamamos progreso, desarrollo, a una velocidad cada vez más vertiginosa, todo eso hacemos. Todo menos admitir la presencia de una carroza en el gran salón donde se da cita la fama, el poder y el placer.
HUNNHAIMERICH
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