P. Humberto Palma Orellana


Preguntas a la Educación Católica en Chile

12.05.2014 18:55

Cuando Chile era un país que se declaraba católico en su amplia mayoría, hubo un hombre que se atrevió a meter el dedo en la llaga de aquella religiosa y sociedad, para preguntar hasta dónde ese catolicismo declarado era luego coherente con las opciones y acciones de quienes lo profesaban. La pregunta hizo mella, no sólo por lo insultante que parecía a la luz de aquella -aparentemente- incuestionable piedad ciudadana, sino además porque esa suerte de duda cartesiana dejaba al descubierto realidades que a nadie le gusta ver, y menos pensar. Aquel hombre agudo y atrevido era Alberto Hurtado Cruchaga, un jesuita que de pertenecer a la nobleza criolla pasó a ser sospechoso de sedición, para terminar finalmente -y por esas ironías de la vida- venerado en los altares por la misma piadosa población cuya conciencia Alberto deseaba estremecer. A Dios gracias, su pregunta ¿es Chile un país católico? no ha corrido la misma suerte, es decir, sigue tan viva, patente y desafiante como antes, poniendo en duda la coherencia de la fe católica en los diversos espacios sociales. Y uno de esos espacios, quizás el mejor, es la Educación. Cuando el debate se ha instalado en la conciencia ciudadana, la pregunta llega hasta la puerta misma de los colegios de Iglesia bajo la forma “¿A quienes educamos, y para qué educamos?”. Es cierto que Chile ya no es el mismo, pero la inequidad sólo parece cambiar de ropajes. En este escenario, los católicos no debemos, ni podemos, desconocer la pregunta de Alberto, sino hacernos cargo de ella, para dialogar con un mundo que espera razones más que silencios, argumentos antes que posiciones dogmáticas (Cf. 1Ped 3, 15). Soslayar el cuestionamiento es arriesgarnos a que la sospecha de Alberto se convierta en una confirmación que termine explotando en el rostro católico del país, y entonces seríamos nosotros quienes ocuparíamos los altares, pero no para ser venerados por el pueblo, sino para el olvido sepulcral de una fe vivida puertas adentro.

Recordarán ustedes que hace no mucho otro jesuita, Felipe Berríos, ponía en duda la catolicidad de los colegios de Iglesia, y nuevamente allí donde duele, es decir, en su coherencia y fidelidad al Evangelio y a la profesión de fe de sus miembros. Una vez más fuimos testigos de la incomodidad que provocan estos cuestionamientos en determinados sectores sociales, recurriendo -como respuesta- a las más delirantes descalificaciones con el objeto de silenciar dichas voces. Pues bien, cuando la polémica más dura y mediática parece ir ya a la baja, deseo recordar y exponer las conclusiones más relevantes, al menos en lo que al mundo católico nos cabe, de una investigación realizada por Infocap y Mide UC, y publicada por la Revista mexicana de investigación educativa (vol. 17, núm. 55, octubre-diciembre, 2012, pp. 1267-1295), bajo el título “Elección escolar y selección estudiantil en el sistema escolar chileno. ¿Quién elige a quién?: el caso de la educación católica”. En sus conclusiones, el Informe habla por sí sólo:

  1. La selección por capacidad de pago, presencia de valores sociales, así como por habilidades cognitivas del estudiante, se aplica en todos los tipos de escuelas: municipales, particulares subvencionadas y particulares pagadas. Sin embargo, es en la educación particular donde la selección se aplica de manera más extendida.
  2. La educación escolar católica, por sí misma y comparada con la no católica, es más selectiva de sus estudiantes por los atributos señalados anteriormente en los dos tipos de provisión particular.
  3. Las escuelas de mayor calidad, en cada tipo de provisión educativa, son las católicas: coincidentemente son las que más seleccionan a sus estudiantes.
  4. Finalmente, en todos los tipos de provisión educativa cuando prestigio y valores son esgrimidos como razones de la elección de la escuela, nos encontramos ante la situación que esas escuelas “elegidas”, son las más selectivas de sus estudiantes de acuerdo a las características sociales familiares, los ingresos, y las habilidades del alumno. Podemos señalar que los espacios prestigiosos y que protegen cosmovisiones valóricas son resguardados por la práctica de la selección de estudiantes y no tanto por la elección de los padres, ya que es en este tipo de escuelas -de grupos socioeconómicos medio y altos -, donde radica la decisión final de la pertenencia.

Como decía, el Informe habla por sí solo, pero estimo pertinente continuar y mantener el debate, pues no estoy dispuesto a que los católicos nos sentemos a esperar el día en que nuestra fe sea venerada en los altares del piadoso y sepulcral olvido.

Frente a la pregunta ¿a quiénes estamos educando?, el estudio muestra que los católicos estamos educando principalmente a quienes profesan nuestra fe y comparten los mismos valores. Esto no tiene en sí mismo nada de malo si lo pensamos desde el punto de vista del derecho que tiene una institución educativa a ofrecer y resguardar un proyecto educativo que estima es aporte para el país, sobre todo en la sociedad plural en la que nos movemos hoy. El problema es que los mecanismos de selección dejan ver que este derecho institucional vulnera otro derecho tan legítimo como aquél, y también garantizado por la actual legislación educacional: el de los padres a elegir el colegio que desean para sus hijos. Lo que sucede en la práctica es que la selección de las instituciones prima y pesa por sobre la elección de los padres. Y ésta es la primera de las incongruencias éticas que exigen discernimiento, juicio y acción por parte del mundo católico, pues como lo señala el mismo citado Informe, no estamos ante una mera interpretación de principios morales derivados del Evangelio, sino ante la transgresión de un derecho reconocido por el canon 793 del Código de Derecho Canónico. La situación se agrava por la exclusión de católicos que, deseando esta formación religiosa para sus hijos, no logran acceder a ella; o bien, ante el deseo de pertenecer a una determinada institución educacional tampoco logran el ingreso. Al analizar y buscar explicaciones a este fenómeno, el Informe prueba que los motivos de selección de alumnos apuntan a dos razones fundamentales: alto rendimiento en pruebas estandarizadas que miden calidad, como Simce; y exclusividad social. En otras palabras, las instituciones católicas estarían educando a las clases más acomodadas, pero no sólo a ellas sino también a los sectores medios, siempre y cuando tengan el potencial intelectual y cuenten con las redes de apoyo familiar que les permitan destacar académicamente, y así posicionar bien a las instituciones que les acogen en sus aulas. Esta es la segunda incongruencia a la que hemos de responder los católicos.

De una u otra forma, y en distintos escenarios, la sociedad no está enrostrando estos duros cuestionamientos, y es un deber moral hacernos cargo de ellos, partiendo por lo más básico que es no escamotear la pregunta, ni restar importancia a estas escandalosas incongruencias. En segundo término, es de suma importancia que las instituciones educacionales católicas transparenten sus motivos ante la ciudadanía. Como dice el Evangelio, es la verdad la que nos libera y valida para defender, sin ninguna vergüenza, nuestros ideales y proyectos educativos, pero sobre todo, nos valida para hacernos una honesta auto-evaluación de cara a dos preguntas. La primera: ¿Hasta dónde los buenos resultados académicos obtenidos por los alumnos en pruebas estandarizadas son frutos de la gestión educacional de esas comunidades, y no de intencionados y macabros mecanismos de selección? La segunda pregunta: ¿Estamos en condiciones de demostrar con hechos que las motivaciones para educar no tienen que ver fundamentalmente con la exclusividad social o el exitismo académico; tenemos otras motivaciones más de peso y, sobre todo, evangélicas?

Responder a la primera de las preguntas supone tomarnos en serio eso que llamamos “valor agregado”, el plus de lo católico. Es nuestra tarea mostrar y demostrar que los niños y jóvenes educados en instituciones católicas logran un plus académico que no lo alcanzarían en otro tipo de instituciones, y por lo mismo los buenos resultados no obedecen en exclusiva a un proceso de selección, sino ante todo a la buena gestión educacional, al liderazgo educativo, a los procesos vividos al interior de las aulas, al compromiso de sus alumnos y apoderados. ¿Estamos en condiciones de identificar y declarar cuál es ese supuesto plus católico?, ¿pero ante todo demostrarlo con hechos concretos y datos estadísticos más que con declaraciones de principios?

Responder a lo segundo implica dos acciones en tándem. La primera es exponer claramente a la sociedad que nos cuestiona cuáles son aquellas otras motivaciones que nos convocan a la misión de educar a las juventudes, por ejemplo: promoción humana, justicia social, formación de líderes, reforma de las estructuras sociales, humanización de las instituciones, opción preferencial por los pobres, atención a los procesos culturales, entre tantos otros. Todos estos motivos pueden parecernos loables, y nadie les discute en cuanto guardan directa relación con el bien común del país. Sin embargo, no es suficiente con que los proyectos educativos católicos declaren estos motivos en su misión y visión. Las instituciones educativas de Iglesia debiesen darse al encargo auto-impuesto de verificar hasta dónde y en qué medida lo declarado en sus principios se cumple en la realidad. Y para ello no hay más camino que preguntarnos y responder con análisis estadístico el impacto que está teniendo la formación católica en la sociedad chilena, para mirar si es cierto o no que las instituciones de educación responden a otros fines diversos de la exclusividad social y los buenos resultados académicos, como demuestra el Informe ya citado. No es sano seguir viviendo de supuestos, ni tampoco con miedo ante los cuestionamiento de la sociedad. Esto no le hace bien a la Iglesia ni al país. Si es verdad que estamos haciendo el bien, entonces que esa verdad salga a la luz. Y, por el contrario, si la verdad es que hemos perdido el norte del servicio a Dios en los hermanos, entonces es tiempo de escuchar la voz de Dios. Lo peor que podría estar ocurriéndonos es que mientras creemos y defendemos las razones por las cuales educamos, no veamos la contradicción instalada entre nuestras prácticas y el Evangelio. No seamos ingenuos, existen teorías, modelos y paradigmas educativos que, disfrazados de herramientas de promoción humana, terminan consagrando las desigualdades sociales, y la Iglesia en sus discursos no ha estado ajena a ello.

La pregunta ‘¿A quiénes, y para qué educamos los católicos?’ sigue en pie, tanto como los cuestionamientos sociales hacia nuestras instituciones. Podemos hacer silencio, como si nada de esto ocurriese, o podemos también seguir el ejemplo de los primeros escritores cristianos. Autores como Justino, Ireneo, Clemente Alejandrino, Tertuliano o Hipólito no escondieron la cabeza bajo tierra cuando la sociedad grecorromana les acusó de ser perniciosos para la convivencia ciudadana, de practicar rituales inmorales y de no contribuir en nada al bien de la nación. No escondieron la cabeza, no buscaron alianzas con el poder temporal, ni huyeron a refugiarse en sus trincheras, tampoco desconocieron las preguntas ni los desafíos que tenían por delante, sino que se dieron el trabajo de responder una a una las acusaciones de legos y letrados, del ciudadano común y de la autoridad. La pregunta es si hoy tenemos o no el piso moral para responder a las acusaciones que pesan sobre la educación católica: exclusividad social y selección de alumnos para fines de ranking académico. Ese piso es la coherencia entre lo que declaramos hacer y lo que efectivamente terminamos haciendo. Si tenemos la coherencia, sigamos el ejemplo de los padres apologetas, pero si no, entonces trabajemos para construirla. La educación católica, lo mismo que la fe, no se defiende mediante excomuniones, sino con inteligencia, trabajo, compromiso y pasión.

Estoy convencido de que la educación católica ha sido -y es- un enorme aporte al país, habría que ser ciegos para desconocerlo. Pero estoy igualmente convencido de que hay preguntas que las instituciones educativas de Iglesia deben enfrentar. El futuro de sus proyectos educativos depende, en buena parte, de la honestidad con que respondamos a las preguntas planteadas aquí, pero falta algo más, y eso tiene que ver con nuestra capacidad para configurar y validar, en los actuales y futuros escenarios sociales y políticos, un modelo educativo de alta calidad, desde un punto de vista técnico, pero también de alta civilidad, desde un punto de vista evangélico. Pienso que por estas veredas argumentativas transita la posibilidad que tenemos de aprobar bien la más dura y exigente de las mediciones externas a las que hoy nos somete el país, la prueba de calidad, justicia y equidad.

P. Humberto Palma O.

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